Víctor Hugo
Tengo frío en los pies y la sensación de haber comido demasiado. Esa sensación que aletarga y retrasa el pensamiento porque las ideas no llegan cuando las pienso. Pasan primero por mi estómago, que repleto, les pide que tomen una ficha y hagan cola para exponer o solicitar lo que quieren.
Las pobres ideas, que en esencia viven de prisa, no tienen más alternativa que sentarse en la antesala entre el esófago y la boca del estómago, mientras escuchan la música ambiental que irrigan los jugos gástricos y contemplan el cúmulo de porquerías que ingerí hace unas cuantas horas.
Aburridas en medio del vaivén digestivo, mutan, intercambian sentido y juegan a ser ocurrencias. Aquel chispazo para conseguir dinero se convierte en un canto religioso, la solución a todos mis problemas la encuentro mientras mi perro ladra, vuelo y me ausento aunque siga sentada.
Las ideas que aparecieron como el pensamiento mejor pensado se van al caño por culpa de un sistema digestivo perezoso, que abatido por la ingesta desmedida se pone en paro en el peor momento.
Cinco horas después me atasco de nuevo, remilgo de mi falta de ideas y eructo la nada.
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