lunes, 26 de septiembre de 2011

Motolinia

Si hablaran esas escaleras, esas rejas y esos balcones. Contarían las historias que se han quedado tatuadas en nuestro ser. Somos esos recuerdos que nos unen en los escalones. Esas amistades que nos hicieron llorar y los noviazgos que casi no nos atrevemos a recordar.

Cada escalón fue testigo de los cientos de calcetas enrolladas y dobladas que transgredían las instrucciones eternas de las monjas también eternas. Vieron pasar las modas que deformaban el uniforme y nos hacían sentir que nos veíamos mejor que nunca; los pants doblados hasta las rodillas, o tan pegados que parecían mallas, las playeras largas por debajo de la camisa, las camisetas descocidas los suéteres agarrados a nuestra cintura, simulando los abrazos que nos prohibían y a los niños que se llevaban a jugar a otra parte.

Arriba de las escaleras. En el puñado oculto de otras escaleras, pasábamos el recreo, deshilvanando las que serán por siempre las pláticas más interesantes de la vida, recorriendo quereres y analizando rivales; entre molletes con mostaza, paletas de cajeta, cacahuates, chocolates que hacían las veces de monedas cuando no había cambio y el olor del recreo mezclado con el del baño de niños.

En ese patio que ahora me parece más pequeño, jugábamos a ser deportistas, malabaristas y buscadoras de tesoros. Lo que ahí veíamos podía hacernos o deshacernos el día. Los sábados ese lugar gastado era el paraíso, por la tarde todavía se escuchaban las risas.

Pocas cosas me han resultado tan interesantes a la distancia como el tiempo que pasé encerrada entre el marco de la ventana y la reja del patio. ¿qué pensaba mientras me cocinaba atrapada allá afuera? ¿mientras evadía a toda costa una clase?. No pensaba. Sentía el día, el sol, la prohibición absolutamente infantil y el gozo de hacer lo que se me pegaba la gana. Del otro lado tenían clase, yo victoriosa me derretía.

Extraña mezcla de sensaciones al observar una fotografía. Sin quererlo me descubro presa de una melancolía que dormía sin tregua. Extraño esa escuela, mi adolescencia, la sentencia de “Dios te ve” muy por encima de los baños de niñas, la ausencia de espejos y nuestro reflejo en los cristales. La fuente y sus moscos. Mis mochilas, la banda de guerra que siempre fue más un motivo de amores que de guerra.

Nunca seremos tan libres como en la adolescencia, esa adolescencia en la que no se necesitaba mucho para gozar o para sufrir, esa que ahora nos parece un espejismo y nos hace escribir desparramando miel. Esa que ojalá podamos heredar y contagiarle a todos los que se han olvidado de vivirla.

Estas palabras las detonó la fotografía que ilustra la entrada. El patio de secundaria. Gracias Ale por compartir la foto. Nos leemos, cj.

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